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Los pazos de Ulloa

Conviene hacer oídos sordos a los reclamos publicitarios y refugiarse, por ejemplo, en esos libros que suelen aparecer en los manuales de literatura, en esos de los que hemos escuchado hablar y nunca leímos. Esos que nuestros profesores ensalzaban y que, en nuestra ignorancia, despreciábamos por sospechar que estaban desfasados o eran aburridos. Entre ese tipo de libros encontramos algunos que no envejecen y ponen de manifiesto nuestra juvenil osadía.

Aunque toda la acción se desarrolle en el espacio geográfico gallego de finales del siglo XIX, su ámbito espacial y temporal se amplía, al presentar el aislamiento geográfico como un factor determinante en el aislamiento social, al esbozar el sometimiento de la mujer, la intromisión de la iglesia en la vida de las personas o la corrupción política. Sí, es cierto que desarrolla su trama en el espacio geográfico de Galicia y que sus personajes hablan dejando muestras del léxico gallego, pero todo lo que sucede en la novela supera lo local. La dicotomía entre campo y ciudad, el mundo rural retrasado y sórdido frente a las costumbres avanzadas y progreso de la ciudad; los pazos con sus desmanes por un lado y la ciudad como contraste y referencia del mundo civilizado por otro. Este dualismo se observa igualmente en los protagonistas; los que vienen de la ciudad, enfermizos y delicados, frente a los habitantes de los pazos, sanos y fuertes. También en el papel asignado al hombre y a la mujer o en la política, con un bipartidismo, entre liberales y conservadores, mantenido gracias a la corrupción y a la ignorancia. Acertadísima la referencia a la política en los pueblos: «las ideas no entran en juego, sino solamente las personas, y en el terreno más mezquino: rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate naval en una charca». Con otros escenarios y otros protagonistas, Emilia Pardo Bazán nos cuenta cosas de siempre, de estos días.

Resulta significativo el papel asignado a sus personajes femeninos. Quien fuera desdeñada hipócritamente, con un machismo decimonónico tan ordinario como actual, utiliza a las dos protagonistas para señalar el papel subordinado de la mujer de finales de siglo. Sabel, como simple objeto sexual, como «un buen pedazo de lozanísima carne» y como madre despreocupada de su hijo. Nucha, personaliza a la mujer en la sociedad patriarcal que accede al matrimonio por conveniencia y que es elegida entre sus hermanas por ser la menos agraciada, no haber coqueteado con hombre alguno y, por ello, supuestamente garantizar una mayor fidelidad al esposo. Las dos son conscientes de su realidad; ninguna tiene el valor de sublevarse ante los abusos y desprecios. Y sin embargo, ambas representan la esclavitud social de la mujer cuando, de muy distinta manera, se muestran sumisas al dominante poder del hombre.

Junto a Sabel, sensual, y Nucha, delicada y entregada a los cuidados primero de su marido y luego de su hija, hay otros protagonistas: D. Pedro, el marqués, embrutecido e incapaz de representar el papel que le corresponde; Primitivo, empleado corrupto que mueve y controla todo lo que sucede en los pazos con su inteligencia fría y calculadora; Perucho, sucio y bello de “rizos entretejidos con hierba y flores silvestres“; Julián, el capellán, asustadizo y fracasado en sus afanes.

Y junto a los personajes, la vieja Galicia de abades e hidalgos, mendigos, brujas y gaiteros. También un linaje en decadencia; la cocina como ágora, como espacio de convivencia para señores, sirvientes, mendigos y perros; la biblioteca, un lugar olvidado, pasto de los gusanos y el desorden; la capilla, abandonada. En definitiva, los pazos en descomposición como reflejo de una grandeza pasada.
Si toda novela, de alguna manera, es una recreación de la realidad, Los Pazos de Ulloa resulta una lectura gratificante donde el pasado se presenta con una vigencia incólume. Una lectura que nos hace pensar en el papel omnipresente de la iglesia, en la violencia y las debilidades humanas, en el papel de la mujer o en el poder de la oligarquía caciquil y eclesiástica. Una lectura, en definitiva, que nos demuestra que hemos cambiado mucho, pero que no hemos cambiado nada.