Demasiadas palabras

Era el nuevo alcaide de Vejer, marido de doña Beatriz, como de unos veinticinco años, más enaltecido por su bravura de fiera y por su destreza en las armas que por su alcurnia ilustrísima, como que era sobrino carnal de don Diego de Haro, señor de Vizcaya y los Cameros y uno de los prohombres de Castilla que, hombreándose con el rey, andaban con él a la greña y le daban muy malos ratos.

El sobrino se llamaba también don Diego de Haro, y el infante don Juan Manuel, tío del rey, a quien había servido cumplidamente, le había acrecido mucho sus estados; y al morir,  para bien del rey y menor cansancio del reino, le había dejado pingues mandas,  con los que don Diego había llegado a ser tan rico como doña Beatriz, su mujer.

La felicidad de dom Diego de Haro era de tal manera cumplida, que la vida le parecía una delicia:mandaba como señor omnímodo sobre la villa y castillo de Vejer y  los pueblecillos, casas fuertes y alquerías de su jurisdicción; cazaba largamente en montes y cotos; metíase con frecuencia, comandando algunos rocines,  por tierras de moros; mataba a manta reses o cogía rebaños y cautivos a los infieles, y cuando volvía,  asendereado de la montería o de la algarada, los dulces brazos de doña Beatriz le daban un descanso que venía a ser una gloria.

Con esto y con el buen comer, el largo beber y el sosegado dormir, estaba don Diego orondo y fuerte y buen mozo que era una maravilla.

La ya rapidísima ventura de don Diego  llegó más allá de lo imaginable.

Su mujer, que con las satisfacciones del amor había acrecido en dos tantos más su belleza, había engrosado, y de su grosura había provenido un robusto infante, precisamente en el término natural  transcurrido desde el día del matrimonio.

Púsosele por nombre al niño, Alonso Diéguez de Haro; gastáronse sus padres sendas doblas para los festejos del natalicio; hubo luminarias, carreras de cerdos, toros, cañas y sortijas; hubo justas en que,   dándose de mano los odios de raza, entraron moros y cristianos; ayudaron a esta alegría los reyes,  que habían apadrinado, por poderes, al recién nacido, dándole, a más de un cuantioso presente, la posesión y el señorío de los molinos del rio de Vejer, que eran del real patrimonio, y en quince días largos que tardó en salir a misa de parida doña Beatriz, no hubo otra cosa que alboroques y fiestas y plácemes y contentamiento de todo el mundo.

Bien quisiera la fuerte y hermosa castellana amamantar por sí misma a su hijo; peo no queriendo el egoísta don Diego que en nada, ni la más pequeña parte, se amenguase la turgente firmeza   de las voluptuosas de sus veladas, puso pies en pared y, no sin batalla,  logró al fin se encargase de la lactancia del niño una hermosa y robusta molinera que con su marido habitaba en uno de los molinos donados por los reyes a su apadrinado.

Pero era el caso que la Mari-Antúnez, que así la nodriza se llamaba,  no quería apartarse ni por un día del sombroso y fresco valle donde a la margen del río  donde se asentaba el molino, donde había nacido, donde se había criado, donde se había desposado y donde había echado al mundo siete magníficos críos, todos varones y todos vivos y sanos.

¿Qué importaba esto?

El molino estaba a un cuarto escaso de legua del castillo; el lugar era ameno, las aguas límpidas, los aires purísimos; además no había con qué reemplazar la sanura, la frescura y el poder de la Mari-Antúnez, que era también muy buena mujer y muy buena cristiana, todo lo cual hablaba en favor de la leche que  mamaría el infante, siendo  además hermosa y joven, que no pasaba de los veinticinco años.

El médico judío que había en la villa y uno moro, de gran fama, que había sido llevado a costa y a costa de Granada, opinaron que para nutrir al infante no  podría lograrse nada, no ya mejor, sino que ni aun se igualase a la  Mari-Antúnez, y además de esto, que el valle donde habitaba era por su salubridad un paraíso, en que si la gente moría era de vieja y a causa del pecado que en el otro paraiso cometieron, desobedeciendo a Dios, nuestros padres Adán y Eva.

Así, pues, don Diego, eligiendo para que guardase a su hijo en el molino a un ayo con algunos escuderos y otros servidores (que él era un gran señor y con ínfulas de rey), entregó el hijo a la Mari-Antúnez, lo que no fue separarle de sí, porque la mayor parte del tiempo  se lo pasaban los esposos en el molino, acabando por fabricar junto a él una vivienda cómoda  y con ribetes y estilo de casa fuerte.

 


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